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La Enfermera

El reloj marcaba las 5:02 de la mañana. La sala de emergencia ya estaba llena. Al entrar, vi a algunos de los pacientes:

Una señora con dificultad para respirar esperaba en su silla de ruedas, mirando al frente con la vista perdida. A su lado, una madre intentaba calmar a su hijo con fiebre, que no dejaba de llorar. Un hombre con dolor en el pecho bajaba la mirada, sin saber si aguantar o volver a pedir ayuda. Un poco más allá, una mujer embarazada se recostaba en silencio, apretando con fuerza la mano de su esposo.

Ponché y fui directo a donde Lourdes, mi supervisora —aunque yo siempre le digo Mila.

—¡Buenos días, Mila! ¿Cuántos somos hoy? —le pregunté, mientras me recogía el pelo en un moño. 

—Cinco enfermeras… para más de veinte pacientes —me respondió sin mirarme. Tenía una mano apoyada en la cabeza, como si estuviera agotada, y en la otra el programa de turnos, un papel que dice quién trabaja y a qué hora, todo pegado con cinta. Ya lo había roto y vuelto a armar cuatro veces desde que empezó su turno. Aun así, levantó la mirada y me regaló una sonrisa forzada.

—Te traje café —le dije, extendiéndole el vaso—. Tómatelo rapidito.

Asintió, agradecida. Aunque estaba agotada, siempre encontraba la manera de cuidarnos… y nosotros a ella. Sabíamos que el ánimo era tan importante como el uniforme.

—Gracias, lo necesitaba —me dijo.

—Todas lo necesitamos —le respondí, dándole una palmadita en el brazo antes de irme a mi estación.

—¿Y el doctor?

—No ha llegado. Se supone que entra a las seis.

Nadie dijo nada por un momento. Solo el pitido constante de un monitor llenaba el silencio.

Carla, una de las enfermeras, llevaba trabajando desde la noche anterior. Era su tercer turno doble de la semana. Caminaba despacio, como si cada paso pesara más de 50 libras.

—¿Tú no te ibas anoche? —le pregunté, acercándome.

—Me quedé otra vez para cubrir el turno. No hay quién cubra. Además, necesito el dinero. Este mes no me alcanza para pagar la escuela de mi nene ni para hacer la compra.


Asentí con la cabeza, porque no había nada más que decir. Carla se apoyó en el mostrador, sus ojos comenzaban a cerrarse por el cansancio.

—¿Dormiste algo? —le pregunté.

—Pues, dormí como media hora en la sala de descanso, pero soñé con esto mismo: este pasillo, estas luces, esta presión en el pecho que nunca desaparece.

—Eso me recuerda lo que dijo Susana el otro día: que en sus 28 años de carrera, cada día ha sido peor.

Elena se acercó al grupo, con la mirada cansada, y añadió con voz pesada:
—Y tenía razón. Nos estamos desmoronando y nadie escucha.

—El sistema está colapsando —añadió Carla—. Falta de especialistas, planes médicos que limitan tratamientos, cierres de hospitales y la economía que aprieta más que nunca.

Un pitido más fuerte interrumpió la conversación. La paciente en la camilla número 6 necesitaba atención inmediata.

—Voy —dije, empeze a correr.

Carla me siguió. Su cuerpo pedía descanso, pero su corazón la empujaba a seguir. No era porque el sistema funcionara, sino porque no tenía otra opción. 

 

Unas horas después, en el comedor, me senté con el Dr. Ramírez, uno de los pocos médicos especialistas. Tenía hambre, y gracias a que Elena tomó mi lugar, pude finalmente comer algo rápido.

Mientras rompía un paquete de galletas, me contó:
—Tuve que enviar a un paciente a casa porque su plan no cubría los exámenes. Tenía síntomas serios y, de verdad, quería hacer más, pero no me dejaron.

—¿Y qué hiciste? —le pregunté, con medio sandwich en mi boca.

—Llamé a su hija y le dije que, si podían, fueran al hospital en Bayamón, donde tienen más recursos. Le mencioné que tal vez podrían hacerle los estudios sin problema.

—¿Y eso es verdad?

—No. Pero tenía que darle algo de esperanza. Aunque fuera prestada.

Bajé la mirada; en ese momento me sentí tan inútil. Queremos ayudar, pero de verdad no hay mucho que podamos hacer. Pensé en el paciente que se había ido esa misma mañana, un anciano que prefirió regresar a su casa antes de seguir esperando.

—Llevo seis horas esperando. SEIS horas sin que nadie me mire. Ya me cansé… estoy harto… me voy —había dicho, con la voz temblando.
Yo también temblaba, sin saber qué decir ni cómo ayudar, pero tenía que seguir trabajando.

Carla, que acababa de salir de una de las salas, se unió a la conversación y añadió:

— Nos critican por no atender rápido, pero no ven que una sola enfermera atiende a más de quince personas. Que a veces no comemos, ni tomamos agua, ni vamos al baño. Que hay una escasez de especialistas y los recursos son insuficientes.

—Es cierto —afirmé—. No es por falta de voluntad, sino por la sobrecarga, las reglas estrictas del hospital y la falta de equipo. No podemos saltarnos pasos, aunque eso haga que los pacientes tengan que esperar más tiempo del que quisiéramos.

Carla, con voz cansada pero firme, dijo:

El sistema es una cadena, y para que funcione, la administración debe reducir la carga laboral y ofrecer mejores beneficios. Si no mejoran las condiciones, no hay fe en un mejor futuro ni para nosotros ni para los pacientes. ¡Imagínate! No va a quedar ni un hospital. Y, con lo que veo, yo tampoco estudiaría enfermería.

Empecé a recoger mi almuerzo mientras miraba a mis compañeras.

—Un hospital sin enfermeros no funciona —dije—. Un médico puede saber mucho, pero con todo respeto, el motor del hospital está en el personal de enfermería, mano a mano con ustedes. Y si algo he aprendido, es que el conocimiento también nos da fuerza. Mientras más educadas estemos, mejor cuidamos… y mejor nos cuidamos.

—Y más allá de eso —intervino Zania, saliendo de un cuarto—, la educación también nos ayudaría a aliviar esta carga… pero nada, a seguir, que la gente no deja de llegar.

 

Respiré hondo, recogí mi vaso de agua y salí con ella. Afuera, el ritmo era el mismo de siempre: camillas entrando, monitores pitando, voces llamando. Tic toc. Tic toc. El reloj seguía corriendo. Los pacientes seguían llegando. Y nosotros… seguíamos atendiendo.

Con lo poco que tenemos.
Con lo mucho que nos duele.
Y con la certeza de que, si no lo hacemos nosotros, nadie más lo hará.

Porque cada segundo que pasa, alguien allá afuera aguanta el dolor en silencio. Porque cuando el sistema no responde, lo único que queda… somos nosotros.

Y aunque el uniforme pese, aunque las ojeras duelan más que las piernas, aquí seguimos. No por obligación. Por humanidad. Por amor. 

 

Al otro lado del mostrador, donde no se escuchan las conversaciones del personal ni se ven los sacrificios detrás de cada turno, los pacientes también resistían… en silencio.

Una abuela acariciaba el rosario entre sus dedos, murmurando oraciones.
—Papá Dios, por favor cuídame. Tengo a mi nieta en casa; ella no puede quedarse sin su abuela también. Soy lo único que tiene — ella murmuraba.

Una madre intentaba calmar a su hijo, aunque sus ojos reflejaban cansancio y preocupación. Sentía el cuerpo pesado, pero luchaba por mantenerse fuerte para él.

Un hombre con fiebre y una pierna lastimada se apoyaba contra la pared, tratando de no mostrar el dolor que le ardía por dentro. Pensaba en su casa, en su familia, en lo mucho que necesitaba volver a ellos.

Sus palabras eran una de tantas que escuchamos, silenciosas pero llenas de necesidad. La mayoría no conoce nuestros nombres, ni saben que muchas de nosotras no hemos dormido. Tampoco imaginan que nuestro cansancio no es solo físico, sino emocional también. Solo sienten la espera, el miedo, la frustración.

Pero cuando por fin los llamamos por su nombre eso basta. 

Porque para quienes esperan, una mirada atenta, una mano en el hombro, puede significar todo.

Y quizás, sin saberlo, también sanan algo en quienes los atendemos.

Porque en este hospital —como en tantos otros de la isla— no solo se lucha contra enfermedades, se lucha contra el abandono, el cansancio, la indiferencia del sistema.

Luchamos todos los días.
Con o sin recursos.
Con o sin esperanza.
Con lo que hay.
Con lo que queda.

Porque aquí, entre batas, turnos dobles y cafés fríos, también late la dignidad de un pueblo que resiste.

 

Por: Ivanna Feria

 

La Enfermera

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